Antecedentes El desarrollo de la sociedad es un hecho necesario, es fruto del trabajo y corresponde al mandato divino de dominar la tierra y enseñorearse de ella. Por tanto, la actividad económica es un hecho necesario y legítimo. Sin embargo, es importante ubicar a la economía como una actividad instrumental, que debe ser soportada científicamente y aprovechada con un sentido ético y de responsabilidad. La Iglesia siempre ha respetado la autonomía de las ciencias y el valor de las actividades humanas señalando, sin embargo, los aspectos morales que deben informar a las mismas. Pero la acción de la Iglesia, a través de su doctrina social, no se ha limitado única y exclusivamente en el señalamiento de unas reglas generales, sino que, sobre todo ha buscado la raíz de los hechos sociales, con una visión antropológica que trasciende las observaciones de las ciencias humanas y penetra en un sentido teológico. No en valde el Papa Juan Pablo II ha insistido una y otra vez en que Cristo no sólo se revela en sí mismo, sino que revela lo que el hombre es. Por ello, la antropología cristiana, es más que una antropología filosófica, bien podría decirse que es una antropología teológica, puesto que es a la luz de la Revelación, no solo de la naturaleza material del hombre, sino de su dignidad espiritual de hijo de Dios, hermano de Cristo, de ser personal redimido por El, como se puede comprender en plenitud el ser del hombre, a fin de que a partir de dichas características se ilumine su destino y su misión en la tierra. Esto lo ha reiterado el Papa Juan Pablo II en su encíclica Centesimus annus, insistiendo en que la dimensión teológica se hace necesaria para interpretar y resolver los actuales problemas de la convivencia humana (N.55). Por ello, la Iglesia, sin menospreciar los hechos materiales, le pide al hombre que no los vea como fines, sino como medios, subordinándolos a los espirituales, de tal suerte que sirvan a los hombres y no resulte que los hombres resulten sometidos a estos fenómenos. LA ECONOMÍA Desde esta perspectiva, la Iglesia reconoce a la economía su valor y autonomía, pero también le ha marcado límites cuando sus consideraciones parten de una visión parcial en su dimensión o materialista en sus fines, rechazando criterios economicistas que desconocen otros aspectos de la naturaleza humana o pretender subordinarlos a los hechos económicos, por encima de la libertad y la responsabilidad de los hombres. Por ello, la Iglesia ha rechazado las concepciones mecanicistas que pretenden someter al hombre a unas supuestas reglas inflexibles del mercado o de la dialéctica que todo lo explican a la luz de la producción y el intercambio de los bienes y servicios. Desde luego, la Iglesia reconoce la existencia de reglas objetivas para las transacciones económicas. Pero, al mismo tiempo, dichas reglas dan al mercado una generalidad y frialdad tales, que termina por ignorar las subjetividades que participan en los procesos de intercambio. Por otra parte, sin negar que la búsqueda de un sano provecho y beneficio, en un ámbito de libertad responsable, constituye un estímulo necesario para la actividad económica, también ha advertido acerca de los peligros que representa una economía que tenga como único fundamento, justificación y fin, la obtención del propio interés, sin límites morales y sin considerar la responsabilidad de los actos personales respecto del prójimo y del bien común de la sociedad. Una economía sustentada en el propio interés puede propiciar una lógica hedonista en la cual el placer, el bienestar a ultranza y la comodidad, entendidas como el verdadero sentido de la felicidad humana, determinen los intercambios económicos. Es claro que, vista desde esa perspectiva, la economía podría impulsar un desorden personal y una interpretación equivocada de un ordenado amor propio, y la búsqueda del legítimo y honesto bienestar. S.S. Juan Pablo II nos señala en la Centesimus annus: “No es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida que se presume como mejor, cuando está orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más, no para ser más, sino para consumir la existencia en el goce que se propone como fin en sí mismo. Por esto, es necesario esforzarse para implantar estilos de vida, a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común, sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones. A este respecto, no puedo limitarme a recordar el deber de la caridad, esto es, el deber de ayudar con lo propio (superfluo) y, a veces incluso con lo propio (necesario), para dar al pobre lo indispensable para vivir. Me refiero al hecho de que también la opción de invertir en un lugar y no en el otro, en un sector productivo en vez de otro, es siempre una opción moral y cultural. Dadas ciertas condiciones económicas y de estabilidad política absolutamente imprescindibles, la decisión de invertir, esto es, de ofrecer a un pueblo la ocasión de dar valor al propio trabajo, esta así mismo determinada por una actitud de querer ayudar y por la confianza en la providencia, lo cual muestra las cualidades humanas de quien decide”. (N.36) EL VALOR DEL TRABAJO La posibilidad de “ofrecer a un pueblo la ocasión de dar valor al propio trabajo” se constituye, como se ve, en una opción moral y cultural. Señala el Papa que esto se da en condiciones económicas y de estabilidad política imprescindibles para la canalización de ahorro y para realizar inversiones. Pero cuando estas condiciones no existen, como es el caso de nuestro país en estos momentos, la necesidad de dar valor al propio trabajo no cesa, aunque la posibilidad de concretizarlo se dificulta. Es más, estas nuevas condiciones de dificultad, en donde existen hombres que pueden trabajar y quieren hacerlo, pero las condiciones exteriores de la economía no se lo permiten, es necesario generarlas de manera creativa, más allá de la economía misma, retornando al significado profundo del Trabajo como algo integrante de su naturaleza. Pues “cualquier forma de materialismo y de economicismo que intentase reducir el trabajador a un mero instrumento de producción, a simple fuerza-trabajo, a valor exclusivamente material, acabaría por desnaturalizar irremediablemente la esencia del trabajo, privándolo de su finalidad más noble y profundamente humana”. (CDSI, 271). El trabajo es un medio de realización de la persona humana. Es claro que, en la raíz más elemental de la vida, el trabajo se manifiesta como necesario, no solo para la conservación de la misma, sino para la plena satisfacción de nuestras necesidades. Sin trabajo no se vive. Es este un derecho humano natural, integrante del derecho a la vida y a una vida digna, propia de nuestra naturaleza. Sin embargo, el trabajo no es solo, única o principalmente un medio de subsistencia. El cristianismo ve en el trabajo un medio de realización, un hecho humano que es más que físico, como algunos suelen verlo, sino que es un acto del hombre donde se pone en juego su inteligencia, su voluntad, sus sentimientos, sus facultades y los fines que busca a través de él. Por eso el trabajo es también un hecho moral. La Iglesia enseña que desde la perspectiva cristiana, el Trabajo es una forma de participar en la obra creadora de Dios pues en su acción, como causa segunda, es capaz de potenciar la Creación en beneficio propio y de los demás, y con su recto uso, de glorificar a Dios. Es Él quien nos ha dado las fuerzas y energías necesarias; quien nos doto de inteligencia para descubrir en la naturaleza sus leyes y obtener sus frutos, y aunque gobierna el mundo con su providencia, lo hace misteriosamente a través de la acción de los hombres. La Iglesia sostiene incluso que “El trabajo representa una dimensión fundamental de la existencia humana no sólo como participación en la obra de la creación, sino también de la redención. Quien soporta la penosa fatiga del trabajo en unión con Jesús coopera, en cierto sentido, con el Hijo de Dios en su obra redentora y se muestra como discípulo de Cristo llevando la Cruz cada día, en la actividad que está llamado a cumplir. Desde esta perspectiva, el trabajo puede ser considerado como un medio de santificación y una animación de las realidades terrenas en el Espíritu de Cristo”. (CDSI, 263). Sin embargo, y a pesar de esta trascendencia del trabajo para cada individuo, aquél no es un hecho aislado, indiferente a los demás. Por el contrario, el trabajo es un acto que tiene efecto para los demás, en un contexto de comunidad, donde los frutos del trabajo no son solo para quienes los han producido, sino también para los demás, no solo para quienes pueden participar de ellos mediante el intercambio conmutativo, sino también para aquellos que no pueden hacerlo. Al respecto el Cardenal Stephan Wyszynski, reflexionando sobre “El Espíritu del Trabajo”, señalaba que “una parte del fruto de nuestra labor ha de beneficiar, ante todo, a aquellos que están incapacitados para el trabajo y que, por consiguiente y sin culpa suya, no pueden asegurarse los medios de vida necesarios”. Por ello, agrega, del esfuerzo de los que pueden y quieren trabajar han de sacar provecho aquellos a quienes resulta imposible trabajar. Este es un hecho de caridad constantemente recordado por la Iglesia. Pero del mismo texto del cardenal se desprende una interrogante cuando habla de aquellos que pueden y quieren trabajar, pero no tienen donde hacerlo, ¿cuál es el remedio?, la respuesta inmediata sería crear condiciones para que el ahorro, convertido en inversión, sea generador de nuevos trabajos. Pero ¿y si en las condiciones existentes resulta imposible el ahorro? El trabajo ya no es, dijimos, para la propia subsistencia, sino que es un hecho vinculante con los demás. Por ello, advierte el Cardenal Wyszynski, el trabajar “nos convierte progresivamente en parte de la sociedad, haciéndonos perder al mismo tiempo nuestra propiedad sobre nosotros mismos. Ya no es indiferente si trabajamos y lo que producimos”. El trabajo, por tanto, nos hace familia, nos hace sociedad. Los frutos del trabajo son, en parte, para repartir con los necesitados. Pero ¿y si la necesidad es el trabajo mismo?, hay que compartir el trabajo. LA REMUNERACIÓN DEL TRABAJO La grandeza del trabajo ha insistido el Papa Juan Pablo II en su encíclica “Laborem excersens”, radica en quien lo realiza: El hombre. Y así como se afirma que el trabajo es un medio de realización de la persona humana, y que, por lo tanto, si es lícito dignifica al hombre. Puede afirmarse con mayor contundencia que el hombre dignifica al trabajo. En el mundo contemporáneo, el trabajo es reconocido mediante el salario. Entre las características del salario –además de la justicia y su sentido remunerador-, se cuenta en la actualidad el hecho de que se reconoce en dinero, y la disponibilidad de dinero se ha convertido en una limitante para otorgar salarios por parte de quien lo requiere, a quién lo necesita, por la imposibilidad de contar con numerario para retribuirlo. El valor subjetivo del trabajo ha explicado el Papa Juan Pablo II, radica en el valor de quien lo realiza (VE, 35). Por tanto, desde ese punto de vista, todos los trabajos son iguales, porque la dignidad de los hombres que los realizan es la misma. Sin embargo, este no es el único elemento que debe tomarse en cuenta para remunerar el trabajo en una relación justa y conmutativa de intercambios. Además del valor subjetivo del trabajo, existe uno de naturaleza objetiva (CDSI 270), que puede determinarse de acuerdo con el valor agregado que la acción de un trabajador aporta en su trabajo, y en ello intervienen elementos de conocimientos, habilidades, capacidades y responsabilidades que distinguen a unos trabajadores de otros y que justifican, e incluso reclaman, una remuneración diferente. Es de justicia. Sin embargo, por obra de la caridad y magnanimidad, es decir, por amor a Dios y a los hombres por amor a Él, como hermanos que compartimos el mismo origen y destino final. Es decir, por solidaridad los hombres pueden renunciar a la relación conmutativa del trabajo, es decir al reclamo de su valor objetivo, hermanándose con sus semejantes a través del valor subjetivo del trabajo, para establecer una relación de intercambio de trabajos donde solo se valore la dignidad de quien lo realiza, por el tiempo en que éste se lleva a cabo. Esto sólo es posible siguiendo los consejos evangélicos y, por solidaridad, abandonar las reglas del intercambio. “Es ésta –diría el Cardenal Wyszynski- una exigencia que se impone en las exigencias actuales; hay que combatir la finalidad egoísta en la acción de muchos hombres, hay que poner coto a las voracidades groseras, a fin de ennoblecer el esfuerzo y la competencia, despertar el sentimiento de la responsabilidad y elevar el rendimiento por encima de las necesidades propias, a menudo muy limitadas”. Esta solidaridad no puede ser garantizada por el mercado. La solidaridad es un hecho libre, voluntario y personal de cada cual, necesario para la convivencia social, pero que no puede ser impuesto, solo puede ser fruto de una donación, que está dispuesta a saltar por encima de las reglas objetivas del mercado, que por naturaleza es frío e impersonal, y que conmueve a la conciencia moral de los hombres rectos de corazón. Si duda, esta donación es renuncia, es sacrificio, y en este caso, es una renuncia al valor objetivo del propio trabajo, para igualarse a los demás, insistimos que, por caridad, en el valor subjetivo del mismo. La renuncia al valor objetivo del trabajo es, sin duda, una posibilidad de realización del hombre, pues así como aspira a tener, también encuentra en el dar un medio de realización existencial. El hombre puede dar de lo que le es propio, y no cabe duda de que la propiedad es fruto del trabajo, y en cierta forma el trabajo es propio. Sin embargo, es necesario meditar las siguientes palabras del Cardenal Wyszynski, escritas en su obra El espíritu del trabajo (Duch pracy ludzkiej) : “En realidad el trabajo que decimos nuestro no es nuestro. Solo podemos llamar nuestro lo que plena y absolutamente nos pertenece, lo que depende de nosotros y a nosotros tiende”, y agrega enseguida: “Ahora bien, nuestra actividad no depende totalmente de nosotros. Porque en el trabajo, incluso en el más personal, nos servimos de fuerzas y valores que nos fueron dados por Dios, Creador de la naturaleza. Ese trabajo no nos pertenece tampoco, porque tiene carácter no solo personal, sino también social. Tampoco podríamos hacer de nosotros mismos el fin exclusivo de nuestra acción. Cuando decimos pues, “nuestro trabajo”, cometemos cierta exageración, más que traducir una realidad, se pretende simplificar una expresión”. Si recordamos que los bienes creados son para todos los hombres, de donde se deriva el destino universal de los bienes, y el trabajo es el medio habitual para alcanzarlos, es necesario y urgente que todos los hombres que puedan y quieran hacerlo, trabajen, y a través de este esfuerzo accedan a los bienes que requieren, aunque no medié para ello el dinero como instrumento de intercambio, sino el trabajo mismo. En este sentido la Iglesia ha señalado que “El trabajo tiene una prioridad intrínseca con respecto al capital: «Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el “capital”, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental. Este principio es una verdad evidente, que se deduce de toda la experiencia histórica del hombre » Y «pertenece al patrimonio estable de la doctrina de la Iglesia» (CDSI, 277). Y por si esas razones fueran pocas, recordemos que en la Centesimus annus (Cfr. CA, 18) el Papa Juan Pablo II ha señalado que el libre mercado como instrumento eficaz para colocar recursos y responder eficazmente a las necesidades, sólo es válido para las necesidades que son (solventables) con poder adquisitivo, y para aquellos recursos que son (vendibles). Sin embargo, hay numerosas necesidades que no tienen salida en el mercado. Es más, en estricto sentido, el trabajo humano no es (vendible), aunque pueda ser tasado. La subjetividad del trabajo tiene tanto valor como el sujeto que la realiza. (CDSI 276) “Por encima de la lógica de los intercambios a base de los parámetros y de sus formas justas, existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido, conlleva inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y de participar activamente en el bien común de la humanidad. A lo establecido anteriormente en el magisterio de sus antecesores se debe agregar, en una sana hermenéutica de la continuidad, el magisterio de los papas Benedicto XVI Y Francisco, quienes, cada uno con su estilo propio, buscan proponer al hombre de hoy una visión antropológica que no excluya el hecho de que éste está llamado y es capaz de la caridad, la fraternidad y la solidaridad también en sus relaciones económicas. Ambos pontífices afirman que la convicción de que el hombre actúa únicamente por su propio interés desemboca en una economía inhumana. Pues si bien los hombres podemos actuar únicamente por nuestro propio beneficio, también podemos actuar por amor real a los demás. En Caritas in Veritate (CV) Benedicto XVI recoge y actualiza el corpus doctrinal de la Iglesia en materia económica desde Populorum Progressio del Papa Paulo VI (1967), enfatizando el papel de la caridad en las relaciones sociales, las económicas incluidas. Allí el papa emérito propone a la caridad como la vía maestra de la doctrina Social de la Iglesia (CV. 2) y señala que «(…) ella da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas.» (CV.2) Por otra parte, enfatiza que: «sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. (CV. 35). No obstante, como ha señalado el papa Francisco en la Exhortación Apostólica Evangelli Gaudium (EG), la economía dominante en la actualidad está lejos de reconocer la solidaridad y la dignidad de la persona como motor y culmen de la economía y del trabajo. Este se da y se reparte según criterios fríos del beneficio económico y la maximización de la utilidad descartando a miles de hombres de las actividades laborales. Al respecto el papa ha dicho con trágica lucidez que “esa economía mata” En este punto hay que analizar las palabras del papa Francisco en Evangelli Gaudium (EG), cuando señala que hay que buscar nuevos caminos rechazando los males actuales: 1.- No a una economía de la exclusión (EG. 53). 2.- No a la nueva idolatría del dinero (EG. 55). 3.- No a un dinero que gobierna en lugar de servir (EG. 57). 4.- No a la inequidad que genera violencia (EG. 59). POR UNA ECONOMIA SOLIDARIA Ante este diagnóstico, el papa propone la cultura del encuentro y la solidaridad. Así, en Fratelli Tutti (FT) y otras intervenciones, enfatiza la solidaridad y la fraternidad como modos de concreción de la caridad al señalar que «(..) la solidaridad se expresa concretamente en el servicio, que puede asumir formas muy diversas de hacerse cargo de los demás.» (FT. 115) En contrapunto a la solidaridad y a la fraternidad el papa nos recuerda que «El individualismo no nos hace más libres, más iguales, más hermanos. La mera suma de los intereses individuales no es capaz de generar un mundo mejor para toda la humanidad. Ni siquiera puede preservarnos de tantos males que cada vez se vuelven más globales» (FT. 105). Con sus magisterios sobre la caridad, la solidaridad, la fraternidad y la comunidad los papas denuncian la mentalidad economicista que vuelve del propio beneficio y utilidad los parámetros y finalidad de la economía empobreciendo las relaciones interpersonales y rompiendo los lazos comunitarios. En último término lo que realizan es una revisión de los supuestos antropológicos y fines de la economía. Para la Iglesia esta revisión no sólo es teórica, sino práctica y operativa. Bajo los principios de la caridad, la solidaridad y la fraternidad surgen a diario propuestas que exceden los paradigmas economicistas actuales. Muestra de ello son los movimientos populares «(…) que aglutinan a desocupados, trabajadores precarios e informales y a tantos otros que no entran fácilmente en los cauces ya establecidos» (FT. 169). Siguiendo esta línea trazada por los Papas, el “Banco de Tiempo” de la Unión de Servicios Solidarios www.uniondeservicios.org busca ser un facilitador para la solidaridad que anima dichos movimientos populares: parroquiales, vecinales, comunales, etc., al proponer, en contrasentido del sistema regido por el dinero, un sistema de intercambio de trabajos entre quienes voluntariamente estén dispuestos a dar parte de su tiempo en este sistema, y recibir a cambio de ello, el trabajo de otros, de tal suerte, que sin necesidad de recurrir al dinero -escaso y deliberadamente restringido- quienes hoy necesitan trabajar, para sobrevivir, atender sus necesidades familiares, realizarse personalmente, contribuir a la riqueza social y participar en la obra creativa de Dios, no se encuentren sin trabajo por falta de “dinero”, cuando pueden y quieren trabajar. De forma tal, como ha señalado el Papa Francisco que «(…) estas experiencias de solidaridad que crecen desde abajo, desde el subsuelo del planeta, confluyan, estén más coordinadas, se vayan encontrando» (FT. 169) . Bibliografia: - Genesis 1:26 https://www.bibliacatolica.com.br/la-biblia-de-jerusalen/genesis/1/amp/ - Constitución Pastoral Gaudium et Spes. Concilio Vaticano II. https://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19651207_gaudium-et-spes_sp.html - Enciclica Redemptor Hominis. Papa Juan Pablo II. https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_04031979_redemptor-hominis.html - Encíclica Centesimus Annus. Papa Juan Pablo II. https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_01051991_centesimus-annus.html - Encíclica Laborem Exercens. Papa Juan Pablo II. (LE). https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_14091981_laborem-exercens.html - Encíclica Veritatis Splendor. Papa Juan Pablo II. (VE). https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_06081993_veritatis-splendor.html - Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Pontificio Consejo Justicia y Paz. (CDSI). https://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/justpeace/documents/rc_pc_justpeace_doc_20060526_compendio-dott-soc_sp.html - El espíritu del trabajo. Cardenal Stefan Wyszynski. https://www.amazon.com.mx/esp%C3%ADritu-del-trabajo-Stephan-Wyszynski/dp/B00RLVBCGM - Caritas in Veritate. Papa Benedicto XVI. (CV). https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20090629_caritas-in-veritate.html - Encíclica Populorum Progressio. Papa Pablo VI (PP) https://www.vatican.va/content/paul-vi/es/encyclicals/documents/hf_p-vi_enc_26031967_populorum.html - Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium. Papa Francisco. (EG) https://www.vatican.va/content/francesco/es/apost_exhortations/documents/papa-francesco_esortazione-ap_20131124_evangelii-gaudium.html - Encíclica Fratelli Tutti. Papa Francisco. (FT). https://www.vatican.va/content/francesco/es/encyclicals/documents/papa-francesco_20201003_enciclica-fratelli-tutti.html Fragmento publicado por el periódico italiano La Stampa el 11 de enero 2015, de la entrevista que el Papa Francisco concedió a principios de octubre de 2014, a los autores del libro «Papa Francisco. Esta economía mata» sobre el magisterio social de Bergoglio escrito por Andrea Tornielli, coordinador de Vatican Insider, y Giacomo Galeazzi, vaticanista de La Stampa. El libro, editado por Piemme (228 pp., 16.90 euros), disponible en librerías desde el martes 13 de enero 2015. Santidad, ¿el capitalismo tal y como lo hemos estado viviendo en las últimas décadas es, según su opinión, un sistema de alguna manera irreversible? «No sabría cómo responder a esta pregunta. Reconozco que la globalización ha ayudado a muchas personas a salir de la pobreza, pero ha condenado a muchas otras a morir de hambre. Es cierto que, en términos absolutos, ha aumentado la riqueza mundial, pero este sistema se mantiene con esa “cultura del descarte” de la que ya he hablado en varias ocasiones. Existen una política, una sociología y una actitud del descarte. Cuando ya no es el hombre, sino el dinero, lo que ocupa el centro del sistema, cuando el dinero se convierte en un ídolo, los hombres y las mujeres son reducidos a meros instrumentos de un sistema social y económico caracterizado, es más, dominado por profundos desequilibrios. Y así se “descarta” lo que no le sirve a esta lógica: es esa actitud la que descarta a los niños y a los ancianos, y que ahora también afecta a los jóvenes. Me impresionó saber que en los países desarrollados hay muchos millones de jóvenes menores de 25 años que no tienen trabajo. Les dicen “NiNis”, porque ni estudian ni trabajan: no estudian porque no tienen posibilidad de hacerlo; no trabajan porque falta trabajo. Pero también quisiera recordar esa “cultura del descarte” que lleva a rechazar a los niños también con el aborto. Me sorprenden los bajos índices de natalidad aquí en Italia: así se pierde el vínculo con el futuro. Y la “cultura del descarte” también lleva a la eutanasia oculta de los ancianos, que son abandonados. En lugar de ser considerados como nuestra memoria; el vínculo con nuestro pasado es un recurso de sabiduría para el presente. A veces me pregunto cuál será el próximo descarte. Debemos detenernos a tiempo. ¡Detengámonos, por favor! Entonces, para tratar de responder a la pregunta, diría que no debemos considerar estas cosas como irreversibles, no debemos resignarnos. Tratemos de construir una sociedad y una economía en las que el hombre y su bien, y no el dinero, sean el centro.»